Nieve en Marte, Capítulo 1 y 2. Pablo Tébar.


Nieve en Marte

Capítulo 1

Estaba de mal humor porque se estaba muriendo. Había probado todos los tratamientos posibles, incluyendo los experimentales, pero daba igual, su cuerpo se había rebelado cinco años atrás y se resistía a cualquier orden que no fuera la del suicidio en cadena de todas sus células. Su enfermedad era imparable; tenía el bicho, el señor de los virus, el cáncer de los cánceres: tenía manitú.
Morirse es una mierda. Y más aún cuando tienes tantísimo dinero. Más del que podrías gastar en cien vidas.
Desde niño lo angustiaba la muerte más que a los otros críos de su edad. Fue a los cinco o seis años, al morir un compañero de trabajo de su madre, cuando comprendió que la muerte tenía su nombre escrito en alguna parte y que más tarde o más temprano acabaría viniendo a por él. Mientras sus compañeros de colegio se enganchaban a cualquier forma de juego, él buscaba estrategias para esquivar a la muerte. Rezaba, se escondía bajo su cama, se agarraba fuerte a un cojín... Seguramente fue debido a eso por lo que decidió cambiarse el nombre y los apellidos al alcanzar la mayoría de edad. Tal vez de esa manera no estaría fichado en ningún sitio, tal vez la muerte, así, olvidaría su nombre. El caso es que desde que vio tendido en el suelo a Pepe Klutz, el colega de su madre, con esa cara ausente de muñeco de cera, que evidenciaba perfectamente que ya no era él, tuvo miedo a dormirse. Le entraba esa sensación de vértigo que le da a uno cuando los sedan para una intervención quirúrgica. ¿Y si no despertaba? Dormir es muy parecido a caer en coma. Una suspensión total de todo en la que quedas a merced de los depredadores, indefenso, expuesto, blando. Aparte de una gran pérdida de tiempo. Tantos avances tecnológicos y no hemos conseguido nada que nos permita no dormir. No dormir sin sufrir las consecuencias, claro, sin desgaste, sin cansancio, sin sueño, sin locura, sin muerte. Tantos avances científicos y seguimos siendo mortales. El futuro ya no es lo que era.
Aaron Morgan no nació rico ni mucho menos. Si bien no pasó hambre ni penurias, su familia era bastante humilde. Los Russel, ése era su apellido antes de irse de la casa familiar, trabajaban ambos en la fábrica de carne sintética de Alemania Oriental. Ella chequeando el envasado y él en la planta de cultivo. Trabajaban como máquinas para traer el pan a casa. Eran gente sencilla, sin demasiadas aspiraciones. Al padre de Aaron le gustaba la música antigua. Se ponía a escuchar todas esas canciones de rock del siglo xx que su hijo detestaba y que sólo años después de muerto su padre recordaría con nostalgia.
Aaron se fue de casa joven y no estuvo cuando su padre murió. Se apagó tras enfermar por falta de proteínas, a pesar de trabajar en una fábrica de carne artificial. Después de todo aquello, compró la fábrica. E instaló a su madre en una mansión enorme, con un gran jardín interior y con una reserva de carne como para alimentar a cien personas durante cinco años.
Se ha dicho en muchas ocasiones que amasó su fortuna gracias al dinero del tráfico de personas. Puede ser, pero nadie ha podido probar jamás que hubiera hecho nada ilegal. Lo que de verdad lo convirtió en el multimillonario que todo el mundo ha conocido fue la gestión de la basura. El mundo estaba desbordado por sus residuos y Aaron Morgan supo encontrar una solución. Limpió el planeta.
Con menos de cincuenta se convirtió ya en el benefactor de la humanidad. Es sin duda, a día de hoy, la persona que más ha donado a la ciencia a título particular en toda la historia. Y siempre ha pagado muy bien a sus empleados. Bastante por encima de lo que obliga la ley.
En una mansión, en lo alto del segundo edificio más alto del mundo, recostado en un sillón chéster de cuero de finales del xix, Aaron puso las piernas en alto sobre un puf. Le producía una fugaz sensación de alivio. Ya nada le hacía nada. Ni los analgésicos, ni los parches, ni las friegas, ni las infiltraciones, ni las terapias génicas. Nada... Notó el aire casi fresco de la noche en la nuca. Se sabía la maldita habitación de memoria y era difícil que cualquier cambio se le pasara por alto por pequeño que fuera. Además, el servicio tenía esa obsesión de cerrarlo todo a cal y canto; con sus defensas por los suelos, no le convenían las corrientes, no vaya a ser que se fuera a resfriar y muriera un poquito antes de tiempo.
—No se quede ahí y pase. El extraño no respondió.
—¿No quiere una copa? Vamos, no se haga de rogar. Ya que ha venido hasta aquí, déjeme verle la cara.
—He desconectado la alarma.
—Me lo figuro. Le quedan pocos minutos antes de que envíen a alguien a comprobar. ¡¿Wilson?! —llamó con todas sus fuerzas, que eran pocas, y lo que le salió fue un triste graznido de gaviota afónica.
—Si se refiere al grande, está muerto.
Una sombra de miedo cruzó el rostro de Aaron durante un breve instante, para recuperar enseguida el mismo gesto de desagrado indiferente.
—Ha matado a Wilson. No le había hecho nada, nunca le hizo nada a nadie... ¿Usted se considera un idealista? Debería avergonzarse.
—¿Sabe quién soy?
—¿Cómo no lo voy a saber? ¿Cree que porque estoy así ya no pertenezco a este mundo? Es el cabrón que se está cargando a la gente. Todos lo detestan, lo temen... Pero yo no. Yo sé que usted cree tener principios. En otro momento, quizá... habría podido sentir compasión por usted. Pero después de lo que ha hecho...
—No me interesa su compasión, es irrelevante.
—¿De verdad lo ha matado? Wilson me habría dado sus piernas si yo las hubiera necesitado, sólo con que se lo hubiese pedido... La gente tiene razón, es usted despreciable.
—Si eso lo consuela, no ha sufrido. Ni siquiera me ha visto venir.
—Nunca pensé que se moriría antes que yo... Tan joven, tan fuerte... Y usted ahí, de pie... andando como si nada. Debería darle vergüenza. —Lo molestaba ver a la gente joven desde que estaba enfermo así. Antes no era una persona envidiosa, disfrutaba al ver a los jóvenes riéndose... Tragó saliva, pero sintió como si tragase pelusas y arena—. ¿Sabe por qué me muero?
—No es usted joven... Todos morimos.
—Tengo ciento dieciséis. Mi genotipo dice que debería vivir hasta los doscientos, sin contar con que podría pagarme todos los recambios biológicos que quisiera. Hay cinco corazones con mi nombre sólo por si acaso, ¿Y para qué? ¿Le importa acercarme el agua que hay sobre esa mesa?
El extraño salió de las sombras, cogió el vaso y se lo acercó a Aaron, que lo sujetó con las manos temblorosas e ingirió el agua a buches como un pajarillo.
—Yo financié la investigación. Yo le di el dinero al gobierno canadiense para la investigación. Yo creé manitú y yo lo contraje. ¿Qué le parece la ironía?
—Creo que ese virus es lo único bueno que ha hecho en toda su vida. Pero no tenemos toda la noche. Necesito que me haga un favor.
—No, yo ya no hago nada. ¿Por qué debería hacerlo por usted?
—Por mí, no, porque se lo debe al mundo.
—No le debo nada a nadie. En todo caso, al revés. Yo he hecho más que nadie por este jodido planeta. Si no fuera por mí todos habrían muerto de sed y de hambre hace mucho, hijo de puta.
—No se canse... No he venido para discutir. Le está subiendo la fiebre y le necesito despejado. Tome, marque el dos, luego el cuatro, el uno, el siete...
—¿Cómo ha conseguido ese número?
—¿De verdad es eso importante? Dos, cuatro, uno, siete...
—¡No hace falta que me dicte el maldito número, lo conozco mejor que nadie!
—Más fácil.
—No... No puede hacer nada ya para obligarme. Nadie puede ya...
El extraño sacó una tarjeta del bolsillo. Le mostró la imagen de una mujer sonriendo a la cámara en algún lugar exótico.
—Tiene razón, estoy perdiendo el tiempo. Tal vez deba hacerle una visita a Linda. A lo mejor ella tiene mejor mano para convencerlo que yo.
—Es un hijo de puta miserable.
—Seguramente.
Todo el mundo tiene debilidades y Aaron Morgan no era una excepción. Hizo lo que le pedía. Punto por punto. Cuando hubo acabado, lo miró con rabia. El extraño olía a madera quemada, a algo antiguo, como un tapiz de un viejo castillo de Europa.
—¿Por qué hace esto? La gente necesita una esperanza y usted se la quiere quitar.
—No la hay.
El extraño se acercó a Aaron. Puso su cara frente a él.
—¿De verdad que no me ha reconocido? Yo a usted lo veo igual. Más viejo, pero igual de malo.
Aaron no sabía qué le estaba diciendo, se quedó mirándolo unos instantes, hasta que se dio cuenta y los ojos se le abrieron hasta parecer dos pelotas de ping pong. Comprendió que no había salida.
—Por favor, que sea rápido, que no duela.
Un par de lágrimas brotaron de los ojos de Aaron, que arrugó la cara como un niño recién nacido.
—Por favor...
Pero no le hizo caso. Dolió.
Capítulo 2

Lo peor era el sonido. Dejando a un lado todo el malestar general o el estómago revuelto. Ese maldito zumbido sordo, apagado pero constante. No sabía cómo lo soportaban los demás; aquello volvería loco a cualquiera.
A León le gustaba el trabajo en casa. Fue uno de los motivos por los que estudió filología etimológica, para estar tranquilo, con sus libros. Salir de la urbe y exponerse a la radiación o a las enfermedades no era lo suyo. De joven... bueno, no es que ahora fuera viejo, viajó bastante. Al terminar la carrera recorrió casi toda América, y cuando regresó le quedó muy clara la poca necesidad que tenía de volver a repetirlo. Sin embargo, en la nave se sentía como un hámster en una rueda, o peor, como uno de esos muñecos que viven dentro de los pisapapeles con agua y nieve.
La hibernación era un proceso demasiado caro y demasiado peligroso para la salud. Principalmente por daños cerebrales. Se daban muchos casos de astronautas que exploraban el espacio profundo y se habían quedado tontos tras un largo proceso de congelación. Algunos habían perdido la movilidad de un brazo o no reconocían a su mujer y a sus hijos o no podían ni mear sin ayuda de un robot asistencial. Pero León se hubiera arriesgado a cambio de no pasar casi cuatro meses metido en esa jaula de grillos.
El espacio es bonito el primer día, incluso el segundo y el tercero... y el cuarto y el quinto. Hasta cuando llevas un mes y ya no acostumbras a asomarte a mirar y de pronto te descubres junto a una ventana y dices: «coño, qué bonito es, qué negro, qué grande». Pero después de un tiempo es denso, aburrido, negro y muy muy grande. Una autopista que no cambia nunca ni acaba jamás, sin árboles ni estaciones de servicio.
Tras dos días vomitando y otros tantos con jaqueca hasta que el cuerpo se acostumbra a la gravedad artificial, lo peor era el sonido, ese maldito zumbido incesante. Porque la comida no estaba mal, en contra de lo que uno podría imaginar. Carne procesada bastante digna, polenta y demás derivados del maíz (mucho maíz) y verdura fresca del huerto hidropónico. En cien metros cúbicos se puede conseguir una gran producción de vegetales aprovechando muy bien el espacio. Y los cocineros se esmeraban mucho en aparentar una variedad de platos con los cuatro o cinco ingredientes básicos que usaban para todo. Hasta había cogido algo de peso en el viaje. Debería usar el gimnasio más a menudo, o sea, alguna vez. No lo había pisado desde que llegó. Detestaba los gimnasios.
Algunos compañeros le daban a la bebida, a pesar de estar absolutamente prohibido el alcohol a bordo. Sólo estaban permitidas drogas biológicas que aumentaran la conciencia; cualquier otra sustancia depresora era considerada altamente peligrosa. No sería la primera vez que se notificaban suicidios en una nave. Ese día, León se tomó un bourbon, invitado por uno de los militares que iban a bordo. Lo destilaban de forma clandestina entre uno de los agricultores y varios soldados, un secreto a voces; por supuesto, con más porcentaje de maíz del que le gustaría a cualquier entendido y también con más grados de los razonablemente tolerables. Pero en fin, es lo que había.
Si tienes una función en la nave que te obligue a estar ocupado, todo se hace más llevadero, pero en el caso de León, que simplemente era un pasajero, llenar el tiempo era complicado. También había otros científicos, profesores y técnicos especializados que se dirigían a las colonias, pero a diferencia de León iban en grupos y, sobre todo, sabían ya lo que iban a hacer allí, de modo que podían ir preparando su trabajo, organizando las estrategias, llenando las horas.
Cada vez le costaba más leer cualquier cosa. Llevaba toda su colección de ensayo y novela en su botón. Clásicos, superventas, un poco de todo. Para descubrir aquellos que aún no se había animado a descubrir y para releer todos esos que nunca tenía tiempo de releer. Pero ese maldito zumbido se metía entre sus pensamientos y no lo dejaba concentrarse.
Y luego estaban las dudas: ¿para qué querían a un filólogo en las colonias?
—León Miranda, tiene una llamada. ¿Quiere aceptarla?
Su botón se había encendido proyectando la cara del sobrecargo. Que si quería aceptarla, no te jode... No, déjela, ahora estoy muy ocupado rascándome el culo. Por favor, no me moleste.
—Sí, la acepto. Pásemela.
Se levantó y fue lo más deprisa que pudo a su camarote con el botón brillando intermitentemente. Le daba pudor hablar delante de la gente. Últimamente estaba tierno y en varias ocasiones había llorado tras cortar la comunicación. A nadie le gusta llorar frente a extraños, porque después de muchas partidas de cartas seguían siendo extraños. Muchos de ellos fornidos y aguerridos soldados.
Cerró la puerta y se sentó en la cama antes de contestar. Se aclaró la voz ronca después de tantas horas sin hablar. Proyectó la comunicación a un tamaño razonable.
—Hola.
Sentía no disfrutar esas llamadas como le hubiera gustado. Anhelaba que lo llamaran, deseaba con todas sus fuerzas hablar con su familia, pero cuando ocurría no sabía qué decir. Todos esos deseos se transformaban en una extraña incapacidad de comunicación.
—Hola, papá.
El retardo en la recepción del sonido tampoco ayudaba: podía existir fácilmente un lapso de varios minutos entre el emisor y el receptor. Uno decía lo que quería y se ponía a hacer sus cosas, aguardando hasta que le llegara una respuesta. Algunas veces programaba una alarma y daba una cabezada entre una frase y otra.
En la pantalla pudo ver a Víctor, que se mostró sin mirar directamente a la cámara; parecía jugar con algo mientras hablaba con su padre.
—¿Sabes que ya llego a tu estantería si me pongo de puntillas? Aunque mamá dice que ni se me ocurra tocar tus cosas...
—Mamá tiene razón. Pero, sobre todo, deja de crecer.
—Papá, no puedo dejar de crecer. Mis huesos van solos. —Las frases cortas tenían poco sentido en esa forma de comunicación, pero explícale eso a un niño al que han obligado a ponerse al aparato apartándolo de su tiempo de juego.
—Pues dile a tus huesos que no quiero que me adelantes hasta que vuelva. No puedes ser más alto que yo o me voy a dar un susto al verte.
Víctor esperó hasta que llegaron las palabras de su padre, asintió y desapareció de golpe, corriendo.
 —Eh, ¿adónde vas? Cuéntame cómo van los estudios, ¿no? ¿Para eso me llamas...?
Las quejas de León llamando a su hijo para intentar que no se alejara volaban hacia la Tierra a trescientos mil kilómetros por segundo. Pero las imágenes que él recibía habían transcurrido hacía ya unos minutos. Era tan inútil como gritarle «no lo hagas» al bueno de la película. Sonia entró en cuadro ocupando el lugar de Víctor. Sonrió.
—¿Cómo estás?
—No lo sé, bastante harto, supongo.
—Te veo raro... Es esa barba. Pareces un náufrago.
—Tú también estás guapa. —Se tocó la barba; podía hundir los dedos entre la espesa mata de caracoles.
—No es eso, tonto, es que apenas puedo verte la cara... Ya se me hace raro todo esto, y encima te veo tan distinto... No sé...
—¿No sabes qué?
—Cuánto tiempo podremos aguantar así...
—¿Querías que no cogiera el trabajo? Por favor, Sonia, nos estábamos hundiendo en la miseria, nos hubieran echado de la ciudad... Has pasado el último año presionándome para que buscase un trabajo, el que fuera.
—No quiero empezar con eso. Vamos a dejarlo... Por cierto, no has cobrado. Diles algo...
—No puedo decirles nada. Estoy en medio del vacío. Vas a tener que llamarlos tú...
—Dime algo bonito.
León se quedó pensando un buen rato. ¿Qué había de bonito? No había días ni noches ni viento ni sorpresas, sólo rutina. ¿Qué pensaba en la cama antes de acostarse fuera de las deudas, el tedio y el zumbido incesante? Muchas veces recordaba momentos que creía totalmente olvidados; ratos de lectura en el salón; discusiones cuando Víctor era aún bebé y no dejaba de llorar que acabaron en risas y luego en sexo. Sonia anudándose el pelo encima de la cabeza en ese desorden ordenado. Muchas veces recorría detalles de su cuerpo, recordaba tendones del cuello, venas de la mano, clavícula, cadera... Y el olor, ese olor sin perfume que tanto le ha gustado siempre en el pelo de la nuca. Podría decirle que ahora se masturbaba pensando en ella, algo que no hacía desde antes de que empezaran a salir hace dieciocho años.
—No sé, cariño. Este dolor de cabeza no me deja pensar.
La comunicación se cortó. León cerró los ojos. Esta vez no lloró. Al menos no por fuera.

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