Textos argumentativos


¿Rebeldes?
Por: FLORENCE THOMAS*
30 de noviembre 2005 , 12:00 a.m.

Rebelde, Jesús expulsando a los mercaderes del Templo; Rebelde, Gandhi denunciando la colonización por medio de la no violencia; Rebelde, Rigoberta Menchú haciendo digna la condición indígena en Mesoamérica; Rebeldes, Los Beatles cantando Let it be; Rebelde, el Che tratando en su lucidez quijotesca de tumbar la dictadura boliviana; Rebelde, la Mafalda de Quino; Rebelde, el joven que hace frente a un tanque de guerra en la Plaza de Tiananmen; Rebelde, la beat generation en Estados Unidos, que desafió el consumismo de los 50; Rebelde, Rosa Parks, quien no cedió su puesto al hombre blanco en un bus de Alabama; Rebeldes, los estudiantes del mayo 68, que gritaron:
Sean realistas, pidan lo imposible; Rebelde, Débora Arango, con sus sarcásticas pinturas que denuncian la doble moral; Rebeldes, Enrique, Antonio, Gabo y los demás muchachos de la revista Alternativa a finales de los 70; Rebelde, Bob Dylan el héroe del folk contestatario; Rebelde, Ernesto Cardenal practicando el evangelio del compromiso; Rebelde, María Cano defendiendo las familias obreras; Rebelde, Pollock salpicando la tela de colores cargados de ruptura con los cánones estéticos; Rebeldes, los afganos combatiendo a los soviéticos en los 80; Rebeldes, los jóvenes en Woodstock; Rebeldes, miles y miles de jóvenes que, con su imaginación y creatividad, desafían diariamente el orden normativo neoliberal.
Pero, ¿rebeldes estos insípidos jóvenes mexicanos de buena familia, que juegan a la telenovela con las recetas trasnochadas del melodrama latinoamericano? No creo.
¿Cuál rebeldía, pregunto yo, puede esconderse en un grupo de muchachos sin valores éticos, sin preguntas sobre el mundo, sin otro horizonte que el pasarla bien y consumirse entre ellos? La intención de la telenovela, parafraseando a Carlos Sánchez, lejos de fomentar un acto de rebeldía estética es ante todo defender los valores del statu quo, un orden establecido, que en Rebelde se ve confortado por la celebración de un poderoso imaginario sexual masculino la colegiala de superminifalda y blusa escotada o por la circulación de una pedagogía del amor construida en torno a la insolidaridad femenina.
No pretendo desconocer la importancia de un espacio de pereza increativa indispensable para la televisión: lo sé, no todas las novelas pueden ser espacios de denuncia o de ruptura y yo misma busco a veces desconectarme por un momento de la realidad en el embrujo de la pantalla. Pero qué lejos está, digo yo, esta novela mexicana de una propuesta como la de Francisco el Matemático, donde por lo menos sus jóvenes estudiantes se inscribían en el mundo que los rodeaba, lleno de dudas, preguntas y miedos, tan lejanos a la asepsia de este colegio de lujo.
Posicionar para una audiencia infantil un programa con la trama clásica de la telenovela conlleva una doble intención, cuya trama no escapa sin duda a los responsables de RCN. Rebelde no solo propone a sus jóvenes seguidores una iniciación precoz a lo peor del mundo de los adultos, sino que, al mismo tiempo, busca ganar adeptos desde ya al formato telenovela asegurando la audiencia para el futuro. La rebeldía consumida, la rebeldía al servicio del rating. Y soy rebelde cuando no sigo a los demás, cantan sus protagonistas; da risa, o tristeza.
Andre Gide, uno de los escritores franceses más importantes del siglo pasado, decía que los rebeldes son la sal de la tierra y los responsables de Dios. Estos niños y niñas mexicanos no son ni lo uno ni lo otro. Son el reflejo de un mundo tomado por lo banal, lo comercial y lo falsamente bello.
* Coordinadora del Grupo Mujer y Sociedad


Los borrachos de la cárcel
28 May 2012 - 11:00 PM
Por: César Rodríguez Garavito
En el debate sobre las sanciones a conductores borrachos, parece que los embriagados fueran quienes proponen meterlos a la cárcel.
Comienzo por aclarar que los ebrios al volante son un peligro y deben ser sancionados duramente. Su conducta no se excusa porque sean “millones los que se toman sus traguitos”, como lo dijo el congresista Jairo Ortega. Y menos porque 50.000 votos eximan de una prueba de alcoholemia, como lo pretende el infame senador Eduardo Merlano.
Pero nadie ha podido responder a las preguntas que hizo el representante Germán Navas al oponerse a la ley de cárcel para beodos que se hundió en el Congreso. Si las prisiones están a reventar, ¿dónde cabrían los nuevos detenidos? Si lo que se busca es disuadir y sacar de circulación a los que combinen alcohol y gasolina, ¿para qué un proceso penal de varios meses o años, en lugar de un trámite rápido que los mande a pasar la borrachera en una estación de Policía, les quite el pase y les ponga una multa tan alta que sea la peor de las resacas?
Son las mismas preguntas que olvidan los que se unen a la tendencia irreflexiva de pedir cárcel para todo. Parece que la privación de la libertad fuera el único punto de consenso entre quienes están en desacuerdo en todo lo demás. El procurador quiere ver a los consumidores de droga confinados en centros de rehabilitación, y en la cárcel a las mujeres que interrumpen legalmente su embarazo. Pero sus críticos no se quedan atrás: algunos defensores de la igualdad, como Felipe Zuleta, anuncian denuncia penal contra los discriminadores, como el homófobo monseñor Córdoba. En el Congreso, los verdes de Gilma Jiménez y los cristianos del MIRA están trenzados en una competencia por proponer el mayor número de leyes que multipliquen los delitos y las penas de cárcel.
Vivimos una embriaguez colectiva con la prisión. Sobredosis periódicas de derecho penal calman fugazmente la sed de castigo. El resultado es un alicoramiento masivo, que surte el conocido efecto embellecedor: la cárcel luce atractiva, seductora: la solución a todos los males, sin importar su viabilidad o sus consecuencias.
Como toda ilusión etílica, el exceso de derecho penal se choca con la fea realidad al día siguiente. Según cifras oficiales, la tasa de hacinamiento carcelario, que era del 17% en 2007, ahora se ubica en el 40%. Tan sólo la Ley 1142 de 2007, que aumentó las penas y restringió medidas de descongestión carcelaria, multiplicó por diez el porcentaje de casos que terminan con detención, según el centro CEJA. Por esto y el abuso judicial de la detención preventiva, la mitad de los internos son personas que están en la cárcel sin haber sido condenadas.
Los únicos que parecen mantener la sobriedad son algunos jueces que tienen que lidiar con los efectos reales de las leyes. La Corte Suprema dijo lo obvio en una decisión reciente: “Así como es elección del Estado impulsar una política de criminalización..., con esa misma diligencia debe actuar frente a las consecuencias que estas generan”, como el hacinamiento penitenciario, o el hecho de que las penas se queden en el papel porque no hay presupuesto, Fiscalía o sistema judicial que aguante el costo de aplicarlas.
Pero eso es lo de menos para los congresistas que quieren mandar a la cárcel a todo el mundo. Porque lo que les interesa es el rédito del populismo penal: conseguir votos fáciles posando de defensores de los niños, de adalides improvisados de la igualdad, de duros contra la delincuencia. De nada sirve recordarles la lección de décadas de estudios criminológicos que muestran que, para evitar conductas indeseables, de poco sirven leyes duras pero ineficaces, y que, en muchos casos, otras sanciones como las multas o los trabajos comunitarios son más adecuadas.
Como buenos cantineros, los políticos seguirán sirviéndonos tragos de populismo penal. Y cada vez son más los que piden otro.
* Miembro fundador de Dejusticia (www.dejusticia.org).

EL DERECHO A LA FELICIDAD
Umberto Eco

A veces me pregunto si muchos de los problemas que nos aquejan hoy en día —nuestra crisis colectiva de valores, nuestra susceptibilidad a la publicidad, nuestro insaciable deseo de aparecer en TV, nuestra pérdida de perspectiva histórica— no podrían atribuirse a un malhadado trozo de texto en la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Como reflejo de la fe masónica en la magnificencia y el progresismo del destino, ese documento establece que “todos los hombres son creados iguales y están dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los cuales están el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Suele decirse que, en la historia de la fundación de naciones, este documento fue el primero en declarar explícitamente que el pueblo tiene derecho a la felicidad más que simplemente el deber de obedecer. Y, a primera vista, efectivamente esto parece una afirmación revolucionaria, pero con el tiempo también ha provocado malas interpretaciones.
Se han escrito incontables volúmenes sobre la felicidad, desde tiempos de Epicuro y aun antes. Pero a mí me parece que nadie puede decir definitivamente lo que es realmente la felicidad. Si nos referimos a un estado permanente —la idea de que una persona pueda ser feliz a lo largo de toda su vida, sin experimentar jamás un momento de duda, sufrimiento o crisis—, una vida tal sólo podría ser la de una idiota o la de alguien que vive por completo aislado del resto del mundo.
El hecho es que la felicidad —esa sensación de plenitud absoluta, de alborozo, de estar en las nubes— es efímera. Es episódica y breve. Es la alegría que sentimos por el nacimiento de un hijo, al descubrir que nuestros sentimientos de amor son correspondidos, al tener el boleto ganador de la lotería o alcanzar una meta por mucho tiempo acariciada: ganar un Óscar, el trofeo de la Copa Mundial o algún otro logro culminante. Puede ser provocada incluso por algo tan simple como un paseo por una hermosa extensión de campiña. Pero todos estos son momentos transitorios, después de los cuales eventualmente vendrán momentos de miedo y estremecimientos, de dolor y de angustia.
Tendemos a pensar en la felicidad en términos individuales, no colectivos. De hecho, muchos no parecen estar muy interesados en la felicidad de nadie más, tan absortos están en la agotadora búsqueda de la propia. Consideremos, por ejemplo, la felicidad que sentimos al estar enamorados: con frecuencia coincide con la desdicha de alguien que fue desdeñado, pero nos preocupamos muy poco por la decepción de esa persona, pues nos sentimos absolutamente realizados por nuestra propia conquista.
La idea de la felicidad individual impregna el ámbito de la publicidad y el consumismo, en el que todo parece constituir un camino hacia una vida feliz: el humectante que nos devolverá la juventud, el detergente que elimina cualquier mancha, el sofá que tan milagrosamente podemos comprar a mitad de precio, la bebida que nos reconfortará después de la tormenta, la carne enlatada en torno a la cual se reúne jubilosa nuestra familia; incluso las toallas sanitarias que les evitan a las mujeres esos momentos de inhibición y bochorno.
Rara vez pensamos en la felicidad al momento de votar o de enviar a nuestros hijos a la escuela, pero casi siempre la tenemos en mente cuando compramos cosas inútiles. Y al comprarlas, pensamos que estamos disfrutando de nuestro derecho a buscar la felicidad.
Pero, a final de cuentas, no somos bestias desalmadas. En algún momento nos vamos a interesar por la felicidad de los otros. A veces eso sucede cuando los medios nos muestran la desgracia en su extremo: niños que mueren de hambre mientras son devorados por moscas, pueblos enteros devastados por enfermedades incurables o barridos por enormes marejadas. En esos momentos no sólo pensamos en la desgracia de los demás, sino que podemos sentirnos impulsados a ayudar. (Y, si de paso nos ganamos una deducción de impuestos, pues ni modo).
Quizá la declaración de independencia debió de haber dicho que todos los hombres tienen el derecho y el deber de reducir la infelicidad del mundo, la propia y la ajena. Quizás entonces habría más estadounidenses que entendieran, por ejemplo, que a nadie le conviene oponerse a la ley de atención médica accesible. Por supuesto, como son las cosas, muchos siguen oponiéndose a ella a causa de la equivocada sensación de que esa ley les obstaculizará ejercer otro derecho al parecer inalienable: la búsqueda de felicidad fiscal.


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